La tragedia se confirmó este fin de semana en Colombia, luego de nueve días de intensa búsqueda. Siete trabajadores murieron atrapados en una mina de oro ilegal ubicada en Santander de Quilichao, departamento del Cauca. El derrumbe de uno de los túneles los dejó sin salida y, según las primeras estimaciones, fallecieron por asfixia dentro del socavón.
Las tareas de rescate se desarrollaron en condiciones extremadamente difíciles, debido al terreno inestable y a la falta de infraestructura. Los cuerpos fueron hallados en uno de los túneles tras el descenso del agua que había inundado el lugar. Pese al esfuerzo de bomberos y voluntarios, no fue posible salvar a ninguno de los obreros.
La mina operaba sin habilitación oficial, en una zona marcada por la actividad de grupos armados que se financian con la extracción ilegal de oro y el narcotráfico. Estas condiciones, sumadas a la ausencia total de medidas de seguridad, convierten a cada jornada de trabajo en una ruleta rusa.
En Colombia, la minería ilegal se cobra decenas de vidas por año. Solo en 2024 murieron 124 personas en accidentes similares, y en lo que va de 2025 la cifra ya alcanza los 65 fallecidos. Más allá de las estadísticas, cada muerte expone un drama social que atraviesa a toda América Latina: comunidades sin alternativas laborales, trabajadores sin derechos, y un Estado muchas veces ausente.
El impacto de esta actividad no se limita a lo humano. También deja secuelas ambientales graves: contaminación con mercurio, destrucción de suelos y cursos de agua, y un ecosistema devastado en nombre del oro.
La historia de estos siete mineros no es un hecho aislado. Es un reflejo de lo que ocurre cuando la necesidad choca con la ilegalidad, y cuando el oro vale más que la vida.