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AMORES REALES

Se divorció de su mujer y se enamoró de su vecino sin darse cuenta

Marcelo tenía 50 años y más de media vida de matrimonio cuando se separó de la madre de sus hijos y se mudó a un monoambiente para empezar de nuevo.

Se divorció de su mujer y se enamoró de su vecino sin darse cuenta

Un abrazo en la playa frente a sus amigos. Algo tan común para tantas parejas, para ellos era un hito: nunca lo habían hecho antes.

En dos años de relación, nunca se habían abrazado en público, ni se habían dado un beso o la mano por la calle. En la foto, que Marcelo ahora prefiere reservar por respeto a la memoria del hombre que le cambió la vida para siempre, se los ve felices. Imposible imaginar al verla que fue la primera y la última: el Pela murió al día siguiente.

Habían sido, primero, vecinos, y después, amigos. Sólo con el correr de los meses se dieron cuenta de que les pasaba otra cosa, y aceptarlo llevó más tiempo todavía. Marcelo se mudó al edificio donde el Pela vivía con su novia después de separarse de su mujer de toda la vida. Se había casado a los 24 “buscando volver a tener una familia”; sus padres habían muerto cuatro años antes con tres meses de diferencia, y él quedó a cargo de sus hermanas de 6 y 16.

Fue una época muy dura: acompañar a sus padres cuando enfermaron de cáncer, los tratamientos, las recaídas, la economía familiar cada vez más complicada, enterrarlos casi en simultáneo, y quedarse solos y sin nada, porque en medio de la desgracia, su tío se quedó con la parte de la empresa que le correspondía a su papá. Marcelo se las arregló como pudo, trabajando de lo que fuera para mantener la casa. En ese caos, se volvió meticuloso y estructurado, limpiaba como un maniático, no salía de su cuarto si sus pantuflas no habían quedado paralelas y frente a la cama. Se aferraba a las pequeñas cosas que sí podía controlar porque todo lo demás se le había ido de las manos.

Tanto dolor le pasó factura y se deprimió, así que su psicólogo lo mandó a hacer algún deporte para despejarse y conectar con algo distinto. Se anotó en un gimnasio para hacer natación y ahí, en la pileta, conoció a la que sería la madre de sus hijos. Estuvieron dos años de novios y, cuando se casaron, ella se mudó a la casa en la que Marcelo vivía con sus hermanas menores. “En ese momento estaba muy enamorado, era mi primera novia en serio y estuvimos 26 años juntos”, asegura él.

El de ellos fue un matrimonio como cualquier otro, la típica familia de clase media argentina –papá, mamá y dos hijos, un varón y una mujer–, con idas y venidas económicas, pero sin grandes problemas entre ellos. Se querían, los chicos crecían sanos, y nunca discutieron más que por pavadas ni se plantearon la posibilidad de separarse. Cuando, con 50 años y más de media vida juntos, la relación comenzó a resquebrajarse, tomaron la decisión de separarse por el bien de todos. Los chicos ya eran grandes –Belén tenía 22 y Mati 20– y lo entendieron, aunque fue fuerte porque jamás los habían visto peleados.

Marcelo dejó la casa que compartía con ellos y se mudó a un monoambiente sin más que un colchón, cuatro vasos y un juego de sábanas gastado que tenía que lavar y secar en el día si quería dormir sobre una cama hecha. No pasó mucho hasta que se hizo amigo de Gustavo, su vecino del segundo piso. Estaba charlando con él en el palier la mañana en que vio al Pela por primera vez, del brazo de una mujer.

“Había un nene que cuando lo vio se le acercó corriendo: ‘Uy, ¿me firmás un autógrafo?’, le dije. Entonces cuando se van, lo miro a Gustavo, mi amigo, y le pregunto: ‘¿Y este pelado quién es que le piden autógrafos?’”, recuerda Marcelo. Él le explicó que el Pela era locutor y además de trabajar en radio, estaba mucho en el mundo del fútbol y era la voz de un club importante. Vivía con su novia en el contrafrente del segundo piso, y también era amigo de Gustavo. Por eso, cuando unos meses después el Pela se separó de esa chica y volvió a vivir con sus padres, siguió yendo al edificio a encontrarse con ellos.

Como estaban los tres solteros, armaban programas todas las semanas. Iban a comer afuera o a tomar algo, o se juntaban en el departamento de alguno a jugar a las cartas o ver películas. La relación entre Marcelo y el Pela era cada vez más intensa: “Si alguna vez Gustavo no podía venir, salíamos solos y hablábamos horas. Nos contábamos nuestras penas, era como que los dos nos usábamos de psicólogos. Yo le contaba del trabajo y de mis hijos, él no tenía porque había estado casado muy poco tiempo, pero seguía muy conectado a su ex”.

Habían pasado dos años del divorcio de Marcelo cuando, una noche en que los tres amigos iban a ir a comer afuera, Gustavo avisó a último momento que no iba a poder porque su hija estaba con fiebre. “Vayan ustedes”, dijo, y eso hicieron. “Habíamos ido a La Parolaccia de Puerto Madero, comimos unas pastas y nos matamos de risa –cuenta Marcelo–. Después fuimos a tomar un helado y subimos riéndonos al auto de él para volver. Íbamos por Córdoba, escuchando música, y en el semáforo de Callao, me dice: ‘Enano, tengo que decirte algo’”.

“¿Qué?”, preguntó Marcelo sin prestar mucha atención. Le pareció que era un chiste cuando escuchó a su amigo responder: “Me pasan cosas con vos”. “Dale, boludo, me estás jodiendo”, se rió. “No, no te estoy jodiendo”, contestó el Pela. Entonces se hizo un silencio. “Dale, arrancá”, pidió Marcelo sin entender mucho. “Quedamos callados desde Córdoba y Callao hasta Córdoba y Jorge Newbery, porque nos agarró la onda verde –cuenta ahora–. Y cuando corta el semáforo ahí, me mira y me dice: ‘¿Me vas a contestar algo?’”. “No tengo nada que contestarte, si me estás poniendo a prueba, sos un pelotudo. No entiendo si me estás cargando o te pegó mal el vino”, le dijo él, cada vez más enojado.

“Es que si no lo hago ahora, no lo hago más”, se justificó el Pela mientras lo agarraba de las dos manos para evitar que se zafara. “Y me encajó un beso que me partió la boca”, recuerda Marcelo, y le tiembla la voz. Dice que intuitivamente intentó abrir la puerta y bajarse del auto, pero también que se quedó helado: “No me la vi venir, no me lo esperaba, y aunque estaba molesto –y esto lo entendí más tarde–, tal vez lo que más me molestaba es que su actitud no me desagradó”.

Cuando llegaron al edificio, Marcelo no lo dejó ni apagar el auto. “No lo pares”, le dijo. El Pela insistió: “Quiero hablar con vos, y necesito hablar en serio”. “No es el momento”, lo cortó Marcelo. Después bajó del auto y entró al edificio. Las semanas que siguieron las pasaron sin hablarse. Marcelo planeaba estrategias para no cruzárselo y respondía con evasivas cuando Gustavo le preguntaba qué le pasaba que estaba tan raro y no quería salir nunca, pero ocupaba todas sus sesiones de terapia con el tema.

“Este flaco se volvió loco –le repetía a su analista–, pero a mí no me desagradó lo que hizo. Y no sé qué pensar, porque yo no quiero ser puto. No siento que pueda ser gay, aunque me gustó el beso que me dio. Pero el Pela es mi amigo, lo quiero como a un hermano, no sé si me gusta… ¡Yo no soy trolo!”

Hasta que un día el Pela fue a lo de Gustavo, y una vez en el edificio subió los cinco pisos hasta el departamento de Marcelo y le tocó el timbre (“Sabía que si se anunciaba por el portero eléctrico yo no iba a abrirle porque estaba furioso”, aclara). “Necesito hablar con vos, dejame entrar”, le rogó. Marcelo abrió la puerta. El Pela no dio vueltas: “Me enamoré de vos y no me importa nada en el mundo”.

Marcelo puso excusas: “Estás loco, y además no es momento, yo todavía no superé mi divorcio…”. El Pela no cedió: “No me importa, te dije que no me importa nada. Y si te tengo que esperar toda la vida, te voy a esperar, porque no te quiero perder”. Era la declaración de amor más profunda que le habían hecho jamás, y aunque le dijo que se fuera porque tenía que procesar lo que había escuchado, dice que le temblaban “hasta las uñas”. “Me partió en ocho”, recuerda.

Tuvo que pedirle sesiones extra a su terapeuta. “Le repetía que a mí no podía pasarme eso, que yo no quería ser puto. Pero también había empezado a sentir cosas por mi amigo, fueron cuatro o cinco meses en que sólo hablé del Pela, hasta que mi psicólogo me dijo: ‘Marcelo, ¿qué es lo que estaría mal para que no te permitas darte una oportunidad? ¿Y si afrontás la situación y ves qué te pasa?’”

No era fácil, y Marcelo se enredaba siempre en el mismo lugar: “El problema es que yo no quiero ser puto, este tipo me trastocó la cabeza y no sé cómo manejar la situación, pero yo tengo hijos. Tuve pocos años a mis viejos, pero me enseñaron que el hombre se tiene que casar con una mujer y tener la casa, el coche, los chicos, el perro. Y yo cumplí con todo. ¡En mi familia no hay gente separada ni sé si hay trolos!, no puedo así de repente romper todos los mandatos después de una vida de cumplirlos todos”. El psicólogo se puso firme: “Date una oportunidad”.

Al final, Marcelo llamó al Pela y se encontraron. “Mirá –le dijo–, vengo hablando esto en terapia. Siento que no quiero perder esto que armamos, llamalo como quieras, amistad, hermandad… No sé cómo es tener sexo con un hombre, nunca tuve. No tengo idea ni te puedo decir qué puede llegar a pasar”. El Pela lo interrumpió: “No me digas nada. Dejemos que las cosas fluyan. Dejá que la vida te sorprenda, enano”. No se dio cuenta hasta qué punto esa iba a ser su frase de cabecera.

Marcelo no sabía hacer eso, no sabía dejarse sorprender. Su vida era una secuencia donde todo estaba organizado, el trauma de su juventud trágica: “Yo estoy lleno de tocs, pongo siempre los adornos de la misma forma, nunca vas a encontrar en mi casa una campera arriba de una silla, todo tiene que estar ordenado, pulcro, no me gustan –o no me gustaban– las sorpresas. Y parece una pavada, pero es muy difícil vivir así. Yo nunca me relajaba ni me dejaba sorprender por nada y menos por la vida, porque la vida ya me había cagado a palos muchas veces”.

Pero, en el balcón de su departamento, se entregó a la sorpresa de corresponder un beso del Pela por primera vez: “Se me puso la piel de gallina y se me electrizaron los pelitos de los brazos. Ese día no me importó que alguien pudiera vernos por la ventana”. Otras cosas le costaron más: responder cuando el Pela le decía que lo amaba, o aceptar que eran novios. “No le pongamos etiquetas a esto, somos nosotros, el Pela y el Enano”, era su muletilla.

La primera vez que Marcelo le dijo al Pela que lo amaba fue siete meses más tarde y en la cama, una noche en que habían ido al cine a ver una de acción. “El se quedó a dormir, y eso a mí me daba pánico. Me moría si Gustavo lo veía saliendo de casa a la mañana. No le habíamos contado nada, aunque lo sospechara. Si salíamos con él, no hablábamos de nosotros, ni nunca tuvimos ningún gesto en público. Cuando íbamos a comer solos, era como si fuéramos dos amigos, y yo igual sentía que nos miraba todo el mundo. Le decía: ‘El de aquella mesa nos está mirando, debe decir que los putos pidieron milanesa. El que está allá seguro está diciendo que los putos pidieron coca-cola”, cuenta y seríe.


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