El Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), históricamente un pilar de la investigación en Argentina, enfrenta un punto de inflexión que pone en tela de juicio su relevancia y orientación.
En un contexto donde la ciencia debe ser motor de desarrollo, el organismo parece atrapado en un laberinto de investigaciones desactualizadas y prioridades cuestionables, lo que ha llevado al Gobierno a preparar un decreto que le otorgue mayor control sobre sus proyectos. Esta medida, lejos de ser un capricho autoritario, refleja una necesidad urgente de alinear la investigación con los desafíos del siglo XXI.
El Conicet, con sus 26.781 trabajadores y un presupuesto de $580.000 millones, abarca un espectro amplísimo de disciplinas, desde ciencias agrarias hasta sociales. Sin embargo, en los últimos años, una parte significativa de sus esfuerzos ha quedado anclada en estudios que, en el mejor de los casos, resultan irrelevantes para las necesidades del país y, en el peor, rayan en lo absurdo. Proyectos que exploran temas como la figura de Batman en la cultura popular, aunque puedan tener algún valor académico marginal, difícilmente justifican la asignación de recursos en un país que enfrenta urgencias en áreas como energía, salud o minería. Como señala el Ejecutivo, “queremos priorizar lo técnico por sobre informes que hablan de Batman”. La frase, aunque caricaturesca, destapa una verdad incómoda: el Conicet ha perdido el rumbo.
La estructura del organismo, con 17 Centros Científico Tecnológicos, 7 Centros de Investigaciones y Transferencia, y más de 300 institutos, es un coloso burocrático que, en lugar de agilizar la innovación, a menudo la entorpece. Su directorio, integrado por ocho miembros y un presidente designado por el Ejecutivo, ha sido incapaz de filtrar investigaciones que aporten valor estratégico. La renovación de sus miembros, basada en ternas propuestas por sectores académicos e industriales, perpetúa un sistema endogámico que favorece inercias y no necesariamente excelencia.
El decreto en preparación, que ya cuenta con el aval de equipos técnicos del Ministerio de Desregulación y Transformación del Estado y de la Secretaría de Legal y Técnica, busca reformular esta dinámica. La intención es clara: reorientar la investigación hacia áreas prioritarias como energía, salud y tecnología, dejando de lado las ciencias sociales y humanidades cuando estas no demuestren un impacto concreto. Aunque algunos sectores critican esta movida como una injerencia política, la realidad es que la ciencia no puede ser un fin en sí misma; debe responder a las necesidades de una sociedad que financia sus actividades.
Paralelamente, el Gobierno ultima los detalles para reestructurar la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación (I+D+I), que financia proyectos con un presupuesto de $25.000 millones. La reducción de su directorio de once a tres miembros es un paso hacia una gestión más ágil, aunque resta ver si esta concentración de poder garantizará transparencia y eficacia. Los fondos FONCyT, FONTAR y FONARSEC, vitales para la innovación, necesitan una administración que priorice resultados tangibles, no papers de dudosa utilidad.
La postergación de una reforma estructural del Conicet, con recortes en departamentos, indica cierta cautela por parte del Ejecutivo, posiblemente ante el riesgo de una reacción del establishment académico. Sin embargo, la intención de modificar los criterios de ingreso, excluyendo perfiles de ciencias sociales en favor de técnicos, es un mensaje claro: la ciencia argentina debe dejar de mirarse el ombligo y conectar con las demandas del país. En un mundo donde la inteligencia artificial, la biotecnología y las energías renovables marcan la pauta, el Conicet no puede seguir dilapidando recursos en investigaciones que, aunque interesantes para un nicho, no transforman la realidad.
El desafío no es menor. Redirigir un organismo con más de 11.800 investigadores y 10.300 becarios requiere precisión quirúrgica para no desmantelar lo valioso, pero también audacia para cortar con lo superfluo. El Conicet debe ser un faro de innovación, no un archivo de curiosidades académicas. Si el decreto logra alinear sus prioridades con las necesidades de Argentina, podría marcar el inicio de una nueva era para la ciencia nacional. De lo contrario, seguiremos atrapados en el bativerso de la irrelevancia.