La fragilidad del ingreso laboral volvió a quedar en evidencia con la difusión de un estudio que revela un dato difícil de ignorar: el 72% de los trabajadores argentinos —entre empleados formales, informales y cuentapropistas— percibe menos de un millón de pesos mensuales, una cifra que queda muy por debajo de la Canasta Básica Total, ubicada por encima del millón doscientos mil. En simple: trabajar ya no garantiza salir de la pobreza, un escenario que se siente con especial crudeza en Salta y el norte del país.
El concepto de “trabajador pobre”, que alguna vez se consideró una anomalía, hoy se transformó en una realidad extendida. Según el informe, más de la mitad de los asalariados registrados tampoco alcanza el ingreso mínimo necesario para cubrir gastos esenciales. Incluso quienes cumplen jornadas completas de 40 horas semanales enfrentan un desfasaje que los empuja a la pobreza estructural.
La situación es más grave entre los trabajadores informales, un ámbito que en Salta tiene un peso histórico. En ese sector, nueve de cada diez personas perciben ingresos insuficientes para sostener un nivel de vida básico. Rubros como la construcción, las changas rurales, los servicios temporales vinculados al turismo y el comercio barrial muestran mes a mes el impacto de salarios que no acompañan la suba de precios.
Para los especialistas que elaboraron el estudio, el deterioro del poder adquisitivo no surgió de manera espontánea. Lo vinculan directamente con un modelo económico centrado en recortes fiscales y actualizaciones tarifarias que golpearon a los bolsillos. El aumento del costo de los alimentos y la aceleración de tarifas —electricidad, gas y agua— reestructuraron el presupuesto de las familias. Mientras esos servicios representaban alrededor del 4% del salario mediano a fines de 2023, hoy absorben cerca del 11%. En hogares salteños de barrios como Villa Lavalle, Solidaridad o el macrocentro, las boletas de luz y gas ya son parte del mayor dolor de cabeza mensual.
En paralelo, crece el pluriempleo como mecanismo de supervivencia. Actualmente, el 12% de los ocupados en Argentina sostiene más de un trabajo. En Salta, esta tendencia se ve en jóvenes que combinan empleo formal con repartos en moto; docentes que suman horas en distintas instituciones; trabajadores gastronómicos que hacen dobles turnos; o comerciantes que, fuera del horario laboral, venden productos por redes sociales para redondear ingresos.
Este panorama redefine las expectativas de miles de familias. Llegar a fin de mes exige priorizar gastos básicos, resignar consumos y postergar proyectos. Comerciantes salteños reportan una caída sostenida en ventas no esenciales, y el mercado inmobiliario local muestra un movimiento creciente hacia viviendas más pequeñas o zonas de alquiler más económico.
El estudio también advierte sobre la expansión de la “pobreza residencial”, una situación en la que los hogares —aunque tengan empleo— no pueden cubrir los costos mínimos para sostener la vivienda y los servicios esenciales. En Salta, este fenómeno se agrava por las limitaciones en infraestructura: en varias zonas, la falta de gas natural obliga a depender de garrafas cada vez más caras, lo que suma presión al presupuesto familiar.
En este contexto, el empleo dejó de ser sinónimo de movilidad social ascendente. Millones de trabajadores, en Argentina y particularmente en provincias del NOA, destinan su esfuerzo laboral simplemente a administrar la pobreza, sin margen para mejorar su calidad de vida. La distancia entre salarios y precios se amplió al punto de convertirse en la principal preocupación social del país.
De cara al futuro, la recuperación del ingreso real aparece como un desafío urgente. Salta cuenta con sectores capaces de impulsar un crecimiento sostenido —como el turismo, la producción agrícola y las actividades culturales— pero sin un salario que acompañe el costo de vida, cualquier reactivación quedará condicionada.
El diagnóstico es contundente: en la Argentina de hoy, siete de cada diez trabajadores viven por debajo de la línea de pobreza. Y en Salta, donde la informalidad y los sueldos bajos se combinan con subas constantes de tarifas y alimentos, esa realidad se vuelve aún más palpable. Trabajar, para la mayoría, dejó de ser una vía de ascenso y se transformó en una lucha diaria para no retroceder aún más.