La ilusión duró menos de lo que se esperaba. El alivio fiscal que significaba exportar granos con retenciones al 0 % quedó sin efecto en cuestión de horas, dejando a muchos productores fuera de juego. El malestar en el sector no tardó en expresarse: mientras algunos alcanzaron a aprovechar la medida, otros ni siquiera tuvieron tiempo de reaccionar antes de que se alcanzara el tope de 7.000 millones de dólares en ventas externas.
La medida, establecida mediante el Decreto 682/2025, había sido anunciada como una herramienta para impulsar la liquidación de granos y productos agroindustriales, en un contexto de necesidad de divisas y reactivación económica. El incentivo incluía a los complejos de soja, maíz, trigo, girasol, cebada, sorgo y sus principales derivados —harinas, aceites, biodiésel, pellets, entre otros— y estaba vigente hasta el 31 de octubre o hasta alcanzar el cupo mencionado. Fue esto último lo que sucedió primero, y mucho antes de lo previsto.
En apenas tres días, el sistema se cerró abruptamente. Desde entonces, el beneficio quedó limitado exclusivamente a productos cárnicos, según lo establecido por el posterior Decreto 685/2025. El resto de los productos agrícolas volvieron a estar alcanzados por los derechos de exportación tradicionales, generando un fuerte cimbronazo en el sector.
Productores, acopiadores y actores de la cadena agroindustrial reaccionaron con sorpresa y frustración. No solo por la brevedad de la medida, sino por la falta de claridad sobre cómo se ejecutó el proceso. Muchos se preguntan si realmente el beneficio llegó a los productores o si fue captado mayoritariamente por los grandes exportadores, que tienen la capacidad operativa para inscribirse de forma inmediata y en volúmenes significativos.
El planteo que se repite en el campo es claro: ¿quiénes se beneficiaron efectivamente? ¿Cómo se repartieron esos 7.000 millones? ¿Qué porcentaje de ese volumen correspondió a productores primarios y cuánto a operadores concentrados? Las dudas se multiplican, y el reclamo principal es por transparencia.
El enojo también tiene que ver con la forma en la que se comunicó la finalización del régimen. Muchos productores estaban esperando un respiro para vender su cosecha o parte del stock acumulado, y ahora deben volver a recalcular sus números con retenciones que, en algunos casos, representan un recorte sensible en la rentabilidad. En el caso de la soja, por ejemplo, volver al esquema previo implica una deducción del 33 % sobre el precio de exportación, una cifra difícil de absorber para quienes ya vienen ajustados por costos e inflación.
Pero el problema va más allá de este episodio puntual. Lo que el agro reclama es previsibilidad. No alcanza con medidas transitorias si no se acompaña con un horizonte claro. La planificación en el campo no es de un día para el otro: se siembra hoy pensando en lo que se va a cosechar dentro de meses, con insumos que suben, combustible en alza y un dólar que se mueve constantemente.
Además, los productores advierten sobre los efectos colaterales de estos vaivenes. Muchos venían evaluando inversiones, decisiones de siembra o incluso compras de maquinaria, en base a la posibilidad de liquidar granos sin retenciones. La vuelta atrás repentina cambia las reglas de juego y genera un clima de incertidumbre que afecta a toda la cadena: desde el pequeño productor hasta los proveedores de servicios rurales, pasando por cooperativas, acopios, transportistas y demás actores del entramado agroindustrial.
En paralelo, algunos sectores cuestionan que el Gobierno haya dispuesto un tope tan bajo para un incentivo que, claramente, generaba alta demanda. Los 7.000 millones de dólares de exportación autorizada sin retenciones se agotaron casi de inmediato, lo que evidencia que había voluntad de venta. Esto da pie a nuevas críticas: ¿por qué no se previó un cupo más amplio o una implementación más gradual?
En un contexto económico donde el campo sigue siendo uno de los principales generadores de divisas, la tensión entre el Gobierno y los productores vuelve a estar sobre la mesa. Ya no solo por el nivel de las retenciones en sí, sino por la imprevisibilidad de las políticas. La necesidad de reglas estables y de un marco que permita planificar con cierta seguridad aparece como uno de los reclamos centrales.
Mientras tanto, las entidades rurales analizan el impacto de la medida y evalúan los pasos a seguir. Algunos plantean la necesidad de reunirse con funcionarios del área económica y del Ministerio de Agricultura para revisar lo ocurrido y pedir explicaciones. Otros ya hablan de medidas gremiales si no hay respuestas concretas en el corto plazo.
Por ahora, el único sector que mantiene el beneficio de retenciones cero es el cárnico, lo que abre otro frente de debate: ¿por qué se privilegia a una cadena sobre otra? ¿Qué criterios se utilizaron para mantener el beneficio en unos productos y quitarlo en otros?
El desenlace de este episodio es aún incierto, pero una cosa está clara: el malestar en el agro es profundo, y las consecuencias podrían sentirse más allá del campo. Porque cuando el campo se resiente, se frena también una parte importante de la economía argentina.
En un país donde las exportaciones agropecuarias siguen siendo una fuente clave de ingresos, la discusión sobre retenciones, incentivos y políticas a largo plazo está lejos de cerrarse. Y si algo quedó demostrado esta semana, es que las decisiones improvisadas, por más bien intencionadas que sean, pueden generar más ruido que soluciones.