La confirmación de la condena por corrupción contra Cristina Fernández de Kirchner por parte de la Corte Suprema de Justicia no solo ha cerrado un capítulo judicial, sino que ha abierto una herida profunda en el corazón del kirchnerismo.
La encuesta reciente del Observatorio de Psicología Social Aplicada (OPSA) de la UBA, realizada entre el 12 y el 14 de junio de 2025, expone con crudeza una realidad que muchos sospechaban: el kirchnerismo, sin su líder natural, enfrenta una crisis de liderazgo que pone en jaque su relevancia política. Y en el centro de este vacío, Máximo Kirchner, hijo de la expresidente, emerge no como un sucesor, sino como un símbolo del agotamiento de un proyecto que parece incapaz de renovarse.
El dato más elocuente de la encuesta es el desplome de Máximo Kirchner como opción de liderazgo dentro del Partido Justicialista (PJ). Con un magro 3% de apoyo entre los encuestados, el líder de La Cámpora queda relegado a un lugar casi anecdótico, superado ampliamente por Axel Kicillof (39%), Juan Grabois (21%) e incluso por la opción “nadie” (31%). Este resultado no solo refleja la falta de carisma o gravitación política de Máximo, sino que pone en evidencia su incapacidad para capitalizar el legado de su madre, una figura que, con todos sus claroscuros, supo dominar la escena política argentina durante dos décadas.
Máximo Kirchner, a diferencia de Cristina, carece de la astucia política y la capacidad de movilización que caracterizaron a su madre. Su liderazgo al frente de La Cámpora, una organización que en su momento fue el brazo juvenil y combativo del kirchnerismo, se ha diluido en una gestión opaca, marcada por internas estériles y una desconexión con las bases que alguna vez le dieron sustento. Mientras Cristina lograba articular un discurso que, aunque polarizante, resonaba en amplios sectores, Máximo parece atrapado en un rol de heredero designado, pero sin la legitimidad ni la visión necesarias para liderar un movimiento en crisis.
La encuesta de OPSA también revela un dato que debería encender alarmas en el kirchnerismo: el 65% de los encuestados apoya la condena a Cristina, y palabras como “justicia” y “chorra” dominan la percepción pública. Este contexto hostil no solo complica la supervivencia política del espacio, sino que expone la fragilidad de figuras como Máximo, cuya relevancia parece depender exclusivamente de su apellido y no de méritos propios. A diferencia de Kicillof, que ha logrado construir una imagen propia como gobernador bonaerense, o de Grabois, que apela a los sectores más radicalizados, Máximo no ha sabido ni construir una narrativa ni consolidar un liderazgo autónomo.
El contraste con otros referentes del peronismo es revelador. Incluso figuras como Sergio Massa o Eduardo “Wado” de Pedro, con un apoyo igualmente marginal (2% y 1%, respectivamente), tienen al menos una trayectoria política que los precede. Máximo, en cambio, parece atrapado en el rol de “hijo de”, un estigma que no ha podido ni parece querer sacudirse. Su escasa presencia pública, su falta de iniciativa legislativa relevante como diputado y su incapacidad para articular un discurso que trascienda los círculos cerrados de La Cámpora lo convierten en una figura decorativa en un momento en que el kirchnerismo necesita desesperadamente un rumbo.
La crisis del kirchnerismo, entonces, no es solo la de un espacio político que pierde a su líder histórica, sino la de un proyecto que no supo preparar el terreno para una sucesión creíble. Máximo Kirchner, lejos de ser la solución, es un recordatorio de esa falla estructural. En un escenario donde el peronismo busca reinventarse frente al avance de figuras como Javier Milei, la irrelevancia de Máximo no es solo un problema personal, sino un síntoma de un movimiento que, sin Cristina, parece condenado a la fragmentación.
El desafío para el kirchnerismo no es menor: o encuentra un líder capaz de llenar el vacío, o se resigna a ser un capítulo cerrado en la historia política argentina. Y está claro que ese líder no es, ni será, Máximo Kirchner.