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OPINIÓN

Oppenheimer, el gran truco de Christopher Nolan

La película sobre el físico que creó la bomba atómica se ha convertido en el más inusitado de los éxitos cinematográficos. Aquí, una opinión un poco desconcertada sobre una película que también es un diagnóstico sobre el cine y su público.

Oppenheimer, el gran truco de Christopher Nolan

 

En los EE.UU., Oppenheimer, nueva película de Christopher Nolan, recaudó en su fin de semana de estreno más de 85 millones de dólares. De no haberse estrenado Barbie al mismo tiempo, sería uno de los mayores arranques en ese mercado en lo que va del año, un número uno absoluto, respetable y con olor a Oscar. Fue un número dos absoluto, respetable y con olor a Oscar.

Aunque en la Argentina quedó tercero: las razones son las vacaciones de invierno y la cantidad inmensa de pantallas con espectáculos para chicos (y Barbie, que está lejos de serlo pero a esta altura es lo de menos). Esta nota, dicho sea de paso, no va por el lado de los datos pero son absolutamente importantes porque Oppenheimer es un éxito extraño en estos días.

La película es hablada, muy hablada. Carece de grandes momentos de acción (la única, la explosión atómica que dura más o menos un minuto: el lector curioso puede chequear lo que hizo David Lynch con otra bomba atómica en la tercera Twin Peaks) se basa casi exclusivamente en su arquitectura vía montaje y en las actuaciones, que van de lo perfecto a lo impostado (lo de Robert Downey Jr. como ese Tony Stark de antimateria que es su Strauss cabe, perfectamente, en ambas categorías). Y narra el cuento de un científico con simpatías comunistas, amantes varias, problemas matrimoniales, propagandista de sí mismo y dueño de un cerebro excepcional. Sin saber si Nolan tiene o no amantes, da la sensación de que la película habla de su propio director, encaprichado con la película física, enamorado del IMAX y despreciativo de las imágenes generadas por computadora. Y, como queda claro desde su opera prima Following, completamente convencido de que el cine es un ejercicio cerebral. Que no es lo mismo que un ejercicio intelectual. Lo primero es dejarse llevar por el instinto creyendo que implica alguna suerte de matemática, que a la larga aparece un gran diseño. Lo segundo es lo contrario: seleccionar las piezas para crear ese diseño.

Nolan sí selecciona piezas, pero opta por montar los Grandes Momentos del Cuento de modo aparentemente aleatorio, y nos hace creer que hay un misterio escondido. Ese misterio termina siendo (spoiler) una conversación con Einstein que recuerda no poco el diálogo final de Memento, donde el pasado explica al presente cómo será su futuro. Que con los años aquél artificio evidente de su segundo largometraje -el que lo lanzó a la fama- pueda utilizarse en una película de tradición realista que narra la historia de alguien que existió no deja de ser un mérito. Tampoco deja de serlo que mantenga la atención del espectador todo el tiempo. Pero Oppenheimer es, recordando el título castellano de una de las mejores películas de Nolan, un gran truco.

Lo que en realidad se cuenta en la película es el combate intelectual entre el genio (Oppenheimer) y el mediocre (Strauss), un combate que recuerda no poco al de Amadeus, otro tostón megalómano realizado hace casi cuarenta años. La vida ambigua y genial de Oppenheimer (su amante comunista, su amigo comunista, sus juicios anticomunistas, etcétera) parecen una acumulación de pistas falsas: ¿será por esto el drama de Oppie? ¿Por aquello otro? ¿Por lo de más allá? Va a resultar al final que toda la clave es un gesto casi inadvertido, escamoteado de principio a fin -literalmente- por el montaje. La construcción de la bomba, que incluye al personaje más humano de todo el filme (el militar que interpreta Matt Damon) es casi lo que Hitchcock denominaba un McGuffin, un excusa argumental para darle peso a la trama pero que en realidad carece de importancia. El otro truco es e IMAX utilizado para mostrar sobre todo caras: el espectador queda enganchado pensando "mmm, ¿qué querrá decir ese gesto? Caramba, pero qué profundo", cuando lo que hay es buna sensibilidad fotográfica y buen foco para que la cercanía de la cámara no borronee al personaje.

El secreto del éxito de la película no es su montaje pop sobre un trasfondo realista, ni los muy bellos momentos oníricos que deben no poco (volvamos a mencionarlo) a David Lynch, ni la historia política de los años treinta que parece un calco de Reds, aquella exitosa y grandilocuente opera prima de Warren Beatty como director, ni su falsa construcción de thriller-rompecabezas, ni su apelación política. Nada de eso. El éxito se basa sobre esa dimensión documental del pueblo inventado para crear la bomba y la tensión, tradicional y no poco telenovelesca, de esos científicos inventando la pequeña máquina de destruir el mundo. En esa película-en-la-película, totalmente tradicional, hay chispas de vida. Como las que promisoriamente -y de modo luego decepcionante- iluminan los sueños alucinados de su protagonista en los primeros, casi perfectos, minutos del filme.

Por Leonardo D'Espósito


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