Tony Janzen Valverde Victoriano, más conocido como “Pequeño J”, se convirtió en uno de los prófugos más buscados del país tras ser señalado como el presunto autor intelectual del triple crimen de Brenda del Castillo, Morena Verdi y Lara Gutiérrez en Florencio Varela. Aunque no registra antecedentes penales, su historia familiar y su entorno lo ubican en el corazón de una red criminal transnacional.
Nacido en un asentamiento del distrito de La Esperanza, en Trujillo, Perú, “Pequeño J” creció en una familia atravesada por el delito. Su padre, Janhzen Valverde, fue un integrante de la banda narco “Los Injertos de Nuevo Jerusalén”, asesinado en 2018 en un ajuste de cuentas. Su muerte fue una venganza por el asesinato de un rival. Tras ese crimen, Tony escribió en sus redes: “Te prometo que esto no va a quedar así”. Años después, esa promesa se volvió una amenaza cumplida.
El joven fue bautizado con el apodo “Pequeño J” en honor a su padre, un hombre que se autodenominaba “bandido por siempre” y que admiraba a figuras como Pablo Escobar y Tony Montana. Su entorno familiar completa un panorama preocupante: dos tíos paternos también tienen antecedentes por homicidio, robo y extorsión. La violencia y el delito fueron parte de su crianza.
A pesar de su historial familiar, Valverde Victoriano no tenía causas abiertas ni en Perú ni en Argentina, y las autoridades peruanas confirmaron que no se registraron salidas legales del país, lo que indica que cruzó hacia nuestro territorio por pasos no habilitados. Desde entonces, habría tejido vínculos con redes criminales locales, operando desde la clandestinidad.
El triple crimen de Florencio Varela destapó su nombre. Las víctimas fueron secuestradas, torturadas y asesinadas con una violencia extrema. La policía lo señala como el líder de la banda que orquestó el ataque. A pesar de su juventud, lo describen como un jefe narco con un perfil violento, metódico y con capacidad de liderazgo.

En el marco de la investigación, se emitió una orden de captura nacional e internacional. Se cree que “Pequeño J” se mueve con protección, evitando dejar rastros digitales y utilizando identidades falsas. Su caso pone en evidencia cómo las redes delictivas pueden operar a nivel regional, y cómo personajes de este calibre logran instalarse en Argentina sin pasar por controles.
La historia de “Pequeño J” también es una alerta. Expone cómo el abandono social, la marginalidad y la glorificación del narco pueden derivar en figuras criminales peligrosas, incluso sin antecedentes visibles. En provincias como Salta, donde los pasos ilegales y las rutas del narcotráfico son una constante, estos perfiles no son ajenos. La presencia de bandas transnacionales y la circulación de armas son parte de una problemática que se extiende por todo el norte del país.
Mientras la búsqueda continúa, la historia de “Pequeño J” refleja una verdad incómoda: el crimen organizado no se gesta de un día para otro, sino que se hereda, se aprende y se alimenta en contextos donde el Estado llega tarde o no llega. Por eso, más allá de la captura del sospechoso, el desafío es más profundo: cortar con la cadena de violencia antes de que nuevos “Pequeños J” ocupen su lugar.