Hay personas que poseen la convicción de que todo lo que dicen, piensan o hacen es grandioso. Se trata de ese tipo de persona que desprecia a los demás porque se considera superior a ellos debido a una egolatría sobredimensionada. Es bastante frecuente encontrar personas orgullosas de sí mismas, con una visión optimista sobre sus capacidades y que se creen capaces de todo.
Una persona narcisista tiene complejo de inferioridad y sólo crea una coraza. De hecho, personajes históricos como Napoleón Bonaparte, Hitler o Stalin, son personalidades a las que se les atribuye rasgos de narcisismo pero también de megalomanía; rasgos que a algunos de ellos les impulsaron al planteamiento de nada menos que la conquista del mundo. Se veían a sí mismos como imprescindibles salvadores, en constante búsqueda del agrandamiento del poder en una espiral de verdadero delirio. Y es que las personas que manifiestan el impulso de alzarse como los agentes únicos de las más grandes conquistas, bajo la creencia de tener el poder absoluto se creen responsables y capaces de lo inalcanzable.
Son sumamente presumidos. Sienten que su presencia es esencial en cualquier reunión. Se creen indestructibles, capaces de solucionar cualquier problema que se les plantee. Son capaces de todo para conseguir poder y esto incluye la manipulación de los demás. Se comportan como si fueran omnipotentes y les gusta poner a prueba las capacidades de las personas que les rodean para jactarse de ellos. Por eso tienden a tener problemas con sus amigos, familiares o incluso en el trabajo.
Podría ser que cada uno, a su estilo, quisiera jugar a ser dios. Tienen una imagen idealizada de sí mismos. “Nunca estoy solo. Tengo la costumbre y la exquisita alegría de estar siempre con Salvador Dalí. Créame, eso es una fiesta permanente” decía Salvador Dalí.
A esto se suma el riesgo de caer en la trampa de sentirnos imprescindibles: amar y ayudar a los demás, olvidándonos de amar y ayudarnos a nosotros mismos. Esto se alimenta a través de actitudes que llevan a involucrarse sin límites con el sufrimiento ajeno, bajo el lema: “si no lo hago yo, nadie lo hará”. Por eso se hace necesario distinguir el hecho de ponernos en el lugar del otro y el de instalarnos en ese lugar.
Para las personas que han caído en la llamada “trampa del mesías”, cuidar y proteger a los demás –muchas veces de modo paternalista- se convierte en su única manera de ofrecer amor. Nadie se los impone. Construyen una y otra vez relaciones personales desequilibradas que alimentan dependencias. Se producen situaciones de verdadero conflicto interior, sentimientos de confusión, agobio constante e incluso, en algunos casos, estados de depresión por no poder con todo.
Intentar quedar bien con todo el mundo, anteponer las ideas de otros a las nuestras, realizar favores que no queremos hacer y que tenemos una buena razón para no hacer, no pedir nunca ayuda a los demás para no molestar, cuidar de otras personas, pero no de nosotros, son comportamientos que se manifiestan cuando actuamos por miedo, por culpa o por necesidad de reconocimiento.
“No es oro todo lo que reluce”, y esto se sabe. Por eso, la arrogancia y el exceso conductual suelen llevar a situaciones de no aceptación y de profunda soledad. Tienen una obsesión compulsiva por el control que ejercen, a través de la manipulación, la mentira o la exageración de algunas circunstancias, para conseguir sus objetivos. Su carácter es voluble, indeciso y en ocasiones se puede tornar agresivo.
Estar bien con uno mismo es preferible a querer quedar bien con todos; es sinónimo de salud y bienestar. Es como el aprendizaje que se adquiere después de un largo viaje. Es un despertar que nos permite llevar la vida con más integridad. Estar bien con uno mismo es algo esencial. Deberíamos aprender a podar determinadas relaciones y buscar ese calor con el que recuperar dignidades, autoestimas y bienestares. Dignidad es respeto por uno mismo y vida en plenitud.
“Un monje, imbuido de la doctrina del amor y la compasión por todos los seres, encontró en su peregrinar a una leona herida y hambrienta, tan débil que no podía ni moverse. A su alrededor, leoncitos recién nacidos gemían intentando extraer una gota de leche de sus secos pezones. El monje comprendió perfectamente el dolor, desamparo e impotencia de la leona, no solo por sí misma, sino sobre todo por sus cachorros. Entonces, se tendió junto a ella, ofreciéndose a ser devorado y así salvar sus vidas.
La historia muestra con claridad el riesgo de la implicación excesiva en el sufrimiento ajeno en las relaciones interpersonales. Un riesgo visible en esa gran carga con la que caminan las personas que rara vez miran dentro de sí y desatienden sus propias demandas de ayuda. Entregadas pero heridas, dispuestas a dar todo el amor y a no quedarse con nada para ellas mismas, hasta que es ese propio vacío el que termina poco a poco con ellas, sin que sepan identificar muy bien qué es aquello que las hace sufrir”.
Fuente Bae