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SALTA

Un pescador salteño y su amigo el caraguay: la historia del lagarto Martín que vuelve cada verano al río Juramento

Todos los años, en la misma peña escondida del dique El Tunal, Claudio Rodríguez comparte unos trozos de pollo con un lagarto overo colorado que parece esperarlo.

Un pescador salteño y su amigo el caraguay: la historia del lagarto Martín que vuelve cada verano al río Juramento

En un recodo casi secreto del río Juramento, cerca del dique El Tunal en Salta, un pescador y un lagarto colorado protagonizan desde hace años un encuentro que ya parece sacado de cuento norteño.

 

Claudio Rodríguez llega siempre por estas fechas, cuando el calor empieza a apretar de verdad. Baja la camioneta en un camino de tierra que apenas figura en los mapas, arma su puesto de pesca con la calma de quien no tiene apuro y espera. No pasa ni media hora y aparece Martín, como le dice él: un caraguay grandote, cabeza ancha y color ladrillo que sale de entre los yuyos como si tuviera cita.

El lagarto se acerca sin miedo, da unas vueltas torpes que parecen un saludo y se queda ahí, quietito, mirando al hombre que le tira pedacitos de pollo crudo. “Ya me conoce, o por lo menos así lo siento yo. Viene puntual cada verano. Puede ser el mismo de siempre o el hijo, pero para mí es Martín igual”, cuenta Claudio mientras sonríe.

El lugar es una peña solitaria, de esas que no salen en Instagram ni en los grupos de pesca. Solo se escucha el viento entre los quebrachos, algún hornero desafinando y el rumor del río que baja manso antes de perderse en el embalse.

El caraguay, o lagarto overo colorado, es un clásico del monte salteño y del Chaco seco. Mide fácil más de 40 centímetros sin contar la cola, tiene el lomo rojo intenso con bandas negras y la panza anaranjada rayada. A simple vista parece fiero, pero los que lo conocen saben que es más tímido y pacífico: ante el menor ruido se mete en una vizcachera o se pierde entre las espinas.

En esta zona del norte argentino se lo ve sobre todo cuando el sol quema. Sale a calentarse en las piedras, caza insectos, pichones desprevenidos, ratones o hasta pesca algún bagrecito que se acerca a la orilla. En invierno desaparece: se entierra y espera que pase el frío.

Claudio no le saca fotos ni graba videos. Dice que el momento es de ellos dos nomás, y del monte que los mira. Guarda los trocitos de pollo en la heladera de casa, los trae en una bolsita y se los da de a uno, como quien comparte el mate.

Esta amistad silenciosa entre un hombre y un lagarto resume algo muy nuestro: el respeto por los bichos del pago, la paciencia del pescador norteño y esa costumbre de volver siempre al mismo lugar, como si el río y el monte también esperaran.

 


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