En Venecia, la boda de Jeff Bezos y Lauren Sánchez desplegó tres días de recepciones privadas, moda de alta gama y una agenda blindada para una élite global.
Según el Ministerio de Turismo italiano, el evento generó un impacto económico de aproximadamente USD 1.100 millones, una cifra que equivale al 68% de lo que la ciudad suele recaudar en un año completo por turismo. Sin embargo, ese ingreso récord no alcanzó para acallar las críticas de quienes acusan al magnate de transformar una ciudad viva en un decorado para el privilegio.
El informe oficial, basado en datos de la consultora JFC y del gobierno regional de Veneto, estima que apenas USD 33,3 millones provinieron del gasto directo en hoteles, servicios, gastronomía y transporte. El resto —alrededor de USD 1.000 millones— surgió del valor publicitario y mediático que recibió Venecia a escala global. Cada uno de los 200 invitados generó en promedio USD 5,6 millones, frente a los escasos USD 125 que representa un turista común durante su visita.
Bezos y Sánchez, que ya habían firmado su matrimonio civil en EEUU, sellaron sus votos en la isla de San Giorgio Maggiore, escoltados por Matteo Bocelli, hijo del tenor Andrea Bocelli. Reservaron cinco de los hoteles más lujosos de la ciudad —el Aman, el Cipriani, el Danieli, el Gritti Palace y el St. Regis— e hicieron uso exclusivo de 30 taxis acuáticos, más del 10% de la flota total veneciana. Cerca del 80% de los servicios contratados provinieron de proveedores locales, según confirmaron fuentes oficiales.
Aunque las autoridades municipales celebraron el resultado —y se encargaron de resaltar que no hubo “efecto Bezos” sobre la ocupación hotelera ni alteraciones para el turismo general—, muchos residentes lo vivieron como un espectáculo blindado, ajeno, que sólo amplificó las tensiones preexistentes.
La boda se desarrolló entre cordones policiales, gazebos que ocultaban el ingreso de invitados y hoteles bloqueados al público. Para los locales, lo más visible fueron los carteles pegados en puentes y paredes: “No hay espacio para Bezos”, “Si podés alquilar Venecia, podés pagar más impuestos” o “Impuestos a los ricos para devolverle algo al planeta”.
El sábado, Greenpeace desplegó una pancarta con el rostro del fundador de Amazon, mientras un manifestante trepó un mástil en plena Piazza San Marco. La policía lo retiró entre aplausos y gritos cruzados de “¡Vergüenza!”. Grupos como “No Space for Bezos” habían amenazado con bloquear canales con boyas y cocodrilos inflables, lo que llevó a trasladar la fiesta final desde la Scuola Grande della Misericordia hasta el Arsenale, más alejado del centro.
Tommaso Cacciari, activista y descendiente de cuatro generaciones venecianas, resumió el malestar con dureza: “Jeff Bezos, en su asombrosa arrogancia, pensó que venía, no a una ciudad, sino a un parque temático”. Y agregó: “ Venecia todavía está habitada por ciudadanos, por activistas, por gente que ama su ciudad y quiere cambiar la forma en que se administra”.
Mientras el evento se desenvolvía detrás de cercos y cristales polarizados, la otra Venecia seguía en pie: mercados con hortalizas frescas, turistas peleando lugar en los vaporettos y parejas tomándose fotos de boda sin guardaespaldas ni cerco perimetral. Un fotógrafo local lo definió con precisión: “Dos Venecias convivieron ese fin de semana —una que llegó en jet privado, otra que esperaba bajo el sol el transporte público—”.
La postal final no fue la de una ciudad quebrada por el lujo, ni la de un paraíso publicitario sin fisuras. Fue la de una ciudad viva, partida entre la promesa de los mil millones y la incomodidad de ser usada como decorado.