Lejos de la épica de otros procesos históricos, este debate oral parece diseñado para diluir la gravedad de las acusaciones de corrupción en Argentina.
El primer día de audiencias en la causa Cuadernos fue un papelón que nadie en su sano juicio podría defender. Todo virtual, como si estuviéramos en una videollamada de Zoom entre amigos, pero con el destino de exfuncionarios y empresarios en juego. La Cámara Federal de Casación Penal había puesto el grito en el cielo, advirtiendo que esta modalidad pisoteaba derechos básicos como la defensa en juicio y la publicidad que merece un caso de esta envergadura. Sin embargo, los jueces siguieron adelante, y el resultado fue un show que dejó a más de uno con la cara roja.
Una audiencia por semana. Repítanlo despacio: una por semana. En un país donde la corrupción K se llevó puesta la confianza pública, el Tribunal Oral Federal 7 decidió que el ritmo de caracol era lo más adecuado. ¿Para qué apurar si los acusados pueden seguir durmiendo tranquilos? Esa lentitud no solo desvaloriza la montaña de pruebas reunidas por la Unidad de Información Financiera, sino que beneficia directamente a quienes están en el banquillo. El juicio Cuadernos, que debería ser un símbolo de justicia implacable, se convierte en una siesta prolongada.
Y luego está el tema de las cámaras. Cristina Kirchner, la estrella del elenco, se negó a encender la suya. Otros imputados hicieron lo mismo, como si fueran influencers caprichosos en lugar de personas enfrentando cargos por coimas millonarias. Ver a los protagonistas del escándalo escondidos detrás de un avatar generó una vergüenza ajena que recorrió las redes y los pasillos de Comodoro Py. ¿Dónde quedó el principio de que la sociedad tiene derecho a ver a los acusados cara a cara?
El colmo llegó cuando, en plena lectura de la acusación contra la expresidenta, la audiencia se suspendió. Faltaban tres párrafos para terminar, pero un abogado alegó un “compromiso previo”. ¿En serio? En el juicio más importante de la historia argentina reciente, un turno en el dentista o lo que fuera primó sobre la transparencia. Esa interrupción no solo frenó el avance, sino que sembró dudas sobre si alguien está interesado en que este proceso llegue a alguna parte.
Algunos funcionarios de la UIF y del Poder Judicial salieron a defender la virtualidad y la cantidad de pruebas acumuladas. Argumentan que la pandemia dejó secuelas y que el volumen de documentación justifica el ritmo. Pero esa excusa suena a disco rayado. La causa Cuadernos no es un trámite administrativo; es el corazón de la corrupción sistémica que vació las arcas públicas durante años. Merece urgencia, presencia física y un cronograma que no dé respiro.
Comparado con el juicio a las Juntas Militares, este debate oral parece una parodia. Aquel proceso de 1985 fue presencial, intenso, con los acusados mirando a los ojos a las víctimas y a la sociedad. Transmitido en vivo, marcó un antes y un después en la democracia argentina. Hoy, en cambio, nos conformamos con pantallas apagadas y pausas eternas. La diferencia no es tecnológica; es de voluntad política y judicial.
La lentitud y la virtualidad no son detalles menores. Permiten que los imputados manejen sus agendas como si nada, que las defensas pateen la pelota para adelante y que la opinión pública pierda el hilo. En un país harto de impunidad, este formato alimenta la sensación de que los poderosos siempre terminan salvándose. El juicio Cuadernos tenía que ser un golpe en la mesa; en cambio, es un susurro que se pierde en el éter.
Al final del día, lo que queda es bronca. Bronca por un sistema que prioriza excusas sobre justicia, que convierte un megacausa en un trámite burocrático. Los argentinos merecemos ver a los responsables de las coimas enfrentando las consecuencias en carne y hueso, no a través de un filtro de Instagram. Si este es el estándar para los juicios históricos, que Dios nos agarre confesados.